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Una de indios

Querido mío,

yo no sé si O´Brien es un tipazo. O bueno, sí lo sé, pero sólo puedo calificarle así cuando emprende el camino, el camino de vuelta a casa; el recorrido de ser antes hijo que padre todopoderoso. Efectivamente, yo también veo en él a un hombre que protege tanto a los suyos que se transforma en su enemigo. Aquí podríamos parafrasear el chiste de aplastar a la hormiga y gritar en alto «pá que no sufras!». Este padre arma a sus hijos de una armadura insoportable, la de salvarse ellos mismos a base de puños. Pero esos puños no pueden golpear el huracán ni el fuego, ni tan siquiera la brisa suave de Elías.

Sin poder sentirnos O´Briens ni Jobs…el lunes también experimentamos la caída. Esta vez literal, nuestro Cuarto desde una mesa. Diágnostico «sin dientes». Podría decir eso de «yo que no les quito los ojos de encima» muy del folclore materno, pero sería mentira. Les quito muchas veces los ojos de encima. No es posible tenerlos fijos en ellos, son 5 y no siameses. Pero además, empiezo a experimentar que nuestra mirada no puede proteger, en el fondo, nada. Y no sólo no les persigue mi pupila, sino que muchas veces sólo me queda la oración más verdadera como intendente de este hogar numeroso y ruidoso «apíadate de mi y bendícelos». Pero esta vez, el lunes me refiero, para tranquilidad de conciencia, estaba justo al lado de los hechos, es decir, al lado de la castaña ontológica de nuestro hijo. En cuestión de décimas de segundo, hacíamos una sopa, en cuestión de otras décimas, habemus morrazo en el suelo. ¡Qué armadura protegería tanta agilidad?

Y entonces, la realidad se impone, y nuestros planes se van al carajo y nos vemos en una urgencia de hospital cuando nuestra agenda ponía «cena en casa con todos dormidos». Y te veo a ti, en la puerta del quirófano, mientras nuestro vástago hace méritos para barítono, sin despegarte de la puerta como si pudieras hacer algo. En ese momento redefino lo que es un padre «aquel que está como si pudiera hacer algo, siempre». Gracias.

Y en ese momento recuerdo el poema Incompetencia de Miguel D´Ors que tú ya citas en tu otro Blog (esto convalida por infidelidad?)

Evidentemente no soy el hombre adecuado. 
Amo el silencio y la lentitud con una indesmayable vocación vegetal. 
Me gusta la rutina física: que el despertar, la barba, las comidas y el descanso corran fáciles por el carril de la costumbre sin exigirme que baje cien veces cada día a tomar decisiones respecto a mi animal. 
Quisiera que la vida fuese ocurriendo en fila —primero esto, después lo siguiente, por último lo demás— y no como un ataque de comanches borrachos. 
Detesto los balones de rugby y todo género de sorpresas. 
Las noches más inolvidables de mi juventud son aquéllas que pasé durmiendo en un sueño abisal, hermético, absoluto —ay, cuánto las añoro, con su ausencia de luna, ruiseñores, etc.—. 
Adoro las casonas de piedra nobiliaria y los Dufy. 
Disfruto asistiendo entero a cada uno de mis actos y odio tener aquí los ojos, allí los pies y al otro lado las palabras. 
Mi idea de la felicidad se parece a la nieve de Wyoming y mi interlocutor preferido es el fuego. 
Comprenderán ustedes que sin duda soy la persona menos indicada para ser miguel d’ors.

Comanches borrachos. Nunca nadie definió tan bien una familia numerosa ni un espíritu, como el nuestro, que anhela soñar en fila india, ahora cena, ahora dientes, ahora la madre superiora…pero no, todo a la vez, como comanches borrachos, ¡incluso mellaos! Y en esta melé de acontecimientos, hay una brisa…¿Dónde estabas tú cuando…? Me parece apasionante averiguarlo.